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San Luis en los tiempos de pestes

¿Cómo vivió la provincia el cólera, la gripe española y la neumonía pestosa? Las otras enfermedades que atacaron a los habitantes dejaron secuelas en la salud y memoria en los libros.

Por redacción
| 07 de abril de 2020

Por: Gustavo Romero Borri

 

 

Desde los textos bíblicos conocidos por lecturas u ósmosis cultural, las pestes están vinculadas a maldiciones.

 

Aunque racionalizado, ese estigma sobrevive aún en nuestra época. Quizás por motivos similares, en San Luis han perdurado mínimos testimonios de algunas pestes ocurridas en el pasado. Porque además de las plagas como la poliomielitis, el mal de Chagas, el sarampión, la varicela, en la provincia también hubo pestes que interrumpieron los hábitos cotidianos de convivencia.

 

A la luz de los hechos actuales, conviene recordar algunos episodios históricos que vinculan a San Luis con la muerte endémica.

 

 

El cólera como castigo del cielo

 

En diciembre de 1867 llegó la noticia de que el virus del cólera estaba haciendo estragos en la ciudad de Rosario. El mal venía desde Oriente y el puerto de esa ciudad santafesina era el que tenía mayor relación con las provincias de Cuyo. El escritor Felipe Velázquez en su libro “El Chorrillero” dice que la situación “se conocía en San Luis con el abultamiento propio de la distancia y todos hablaban de ello como de un implacable castigo del cielo”.

 

La posibilidad de la llegada de la plaga a nuestra ciudad mantuvo a la población expectante. Las malas noticias corrían lentas, muchas veces “rumoreadas” por remotos viajeros que difundían presagios funestos. El escritor documenta: “Para hacer más angustiosos los momentos, un diluvio de mariposas blancas como capullos de nieve, como jamás se había visto, cubrió por varios días el horizonte”. Por supuesto que ante el estado de inquietud masiva la presencia exótica de tantas mariposas fue interpretada como una mala señal o un augurio negativo.
 

 

 


Una obra de arte: "Un episodio sobre la fiebre amarilla en Buenos Aires", de Juan Manuel Blanes

 

 

 

El 6 de enero del año siguiente unos veinte habitantes de la ciudad convalecían hasta morir. Esa rara vigilia de Reyes fue un golpe desolador para la ciudad. Velázquez cuenta que “nadie durmió aquella amarga noche: las familias consternadas se instalaban en los zaguanes y veredas implorando la misericordia divina”.

 

Al amanecer del día siguiente, de modo unánime, la población puntana emprendió un precipitado éxodo de sus hogares en busca de salvación.

 

Buscaban esconderse en las sierras o en lugares silvestres y abiertos donde el aire se imaginaba incontaminado. “A las diez de la mañana de aquel segundo día de desolación –explica Velázquez- no quedaba un alma en la ciudad… Muchas familias de nuestra primera sociedad pasaron la sierra hacia el naciente por caminos o pasos que ni ellas mismas supieron, viéndoselas después varios días marchar con dirección a las poblaciones del noroeste de la provincia por los caminos de Carolina, San Martín, etc. de a pie, con las ropas y los pies desgarrados, jadeantes de cansancio”.

 

No se sabe qué tipo de contención gubernamental o sanitaria habrá tenido aquella gente. Es probable que ninguna. Los asustados quedaron librados a su suerte y poseídos por el mismo temor. En galeras, sulkis, carretas o a lomo de burros o caballos todos integraron una procesión destinada a abandonar la ciudad maldecida.

 

 

 


Juan José Miguez Iñarra, en silla de ruedas. Un médico héroe.

 

 

Cuarenta días después los habitantes volvieron a sus casas porque el cólera se había extinguido. No hay información exacta de la cantidad de muertos. Felipe Velázquez solo da una visión social del suceso y termina diciendo que al regresar del destierro involuntario “las familias encontraron sus habitaciones con sus puertas y muebles abiertos tal como los dejaron, sin que faltara el más insignificante detalle, y sin que alma alguna hubiera ultrapasado sus umbrales”.

 

Una conjetura es que nadie se atrevió a ingresar a esas viviendas inermes como si estuvieran enfermas de un virus de imprevisible extinción.

 



San Francisco sin paz

 

Los hechos desesperantes ocurridos en San Francisco del Monte de Oro y parajes aledaños marcan un hito en San Luis con respecto a la peste en el siglo XX.

 

En 1932 un brote gravísimo se originó en “La Pampita”, un pequeño caserío ubicado a 10 kilómetros de ese pueblo. Al terminar sus tareas rurales, algunos trabajadores volvían a sus casas debilitados, con ganas de dormir. Como una marea no anunciada, durante las noches los invadía la fiebre; algunos deliraban y otros perdían directamente el sentido hasta morir ante la presencia sorprendida de sus familiares y vecinos. La situación inédita conmocionó al vecindario y se propagó como mala noticia por toda la zona.

 

Juan José Miguez Iñarra, médico de policía, era paralítico y se desplazaba en silla de ruedas. Se había radicado en San Francisco en la década del 20 para cumplir esa función. Era la mayor autoridad sanitaria de la zona.

 

Enterado de las consecuencias primeras de la peste, y pese a los escasos medios con que contaba, visitó los ranchos de los afectados llevando algún placebo, dando indicaciones de higiene y ordenando fumigaciones. No hay noticia de que los moribundos hayan recibido auxilio espiritual por parte de ningún sacerdote y eso que San Francisco era por entonces un pueblo chico pero con dos parroquias. Iñarra cumplió una tarea heroica en aquel contexto desde su compromiso científico con la situación.

 

Agustín Montiveros, el otro médico, oriundo de Quines, soltero y residente en San Francisco, también intervino en las atenciones quizás infructuosas que esperaban los enfermos. La narración de aquella vivencia fue redactada en 1983 por su esposa, María Delia Gatica de Montiveros, poeta y renombrada escritora de San Luis.

 

El médico puntano relata que “la rapidez con que se producían las defunciones de los contagiados empezó a producir intensa angustia. Al parecer la evolución del mal no pasaba de tres o cuatro días...”

 

La incertidumbre se incrementó cuando Miguez Iñarra cayó enfermo y solicitó asistencia a su colega. Montiveros dice: “Me pidió que le practicara una sangría. Lo hice y recuerdo que unas gotas de sangre me salpicaron en la mano. Unas horas antes que falleciera el abnegado médico llegó el resultado del análisis de laboratorio; se trataba de la temible neumonía pestosa”.

 

 


La literatura local ha dejado escritos momentos trágicos de la historia provincial.

 

 

 

Ocurrida la muerte de Iñarra, esa noche el temor invadió a Montiveros que cenaba en el aún existente Hotel Martín. Creyó estar poseído por la muerte. Quizás impelido por su misión profesional al día siguiente salió a la calle y advirtió el miedo colectivo. Lo cuenta así: “La forma aguda de temor a contagios lleva con frecuencia a la manifestación de falta de sentimientos humanitarios. Así parecía que no hubiera quién sepultara al doctor Miguez Iñarra. Al fin llevaron el ataúd en una carreta… lo arrojaron sobre la pared del cementerio; después sería sepultado”.

 

El pavor llegó a la capital de la provincia pese que había permanecido ajena a la tragedia. Se aisló el tráfico que venía por el terroso camino del norte, por el de San Juan, por el de Mercedes y por los de la costa de la sierra. El descontento general atribuía al gobierno una falta de acción en torno al problema. El periodismo de la Capital Federal daba cuenta del drama. Recuerda Montiveros que hasta el diario La Nación “señaló el desamparo en que estábamos… En una edición apareció un dibujo imaginario de un paisaje de San Francisco en donde se destacaba un perro en soledad ladrando a la luna”.

 

Al terminar el daño del flagelo en toda la zona, Montiveros evoca la conclusión: “Las víctimas del flagelo alcanzaron, creo, el número de 18 en La Pampita y 2 en San Francisco. En uno de los ranchos del epicentro murió una familia completa”.

 

Un niño de 10 años, que vio cómo morían seis de sus hermanos a su lado en un lapso corto de tiempo, escapó a los campos perdidos y se mantuvo ajeno a la tragedia por varias semanas hasta que todo volvió a ser como era antes, salvo la ausencia de sus muertos. Nadie acredita su nombre. Solo se sabe que al escapar salvó su vida. La literatura local ha dejado escritos estos momentos trágicos de nuestra historia provincial. Conocerlos tal vez nos ayuden a comprender que lo que nos pasa ahora en cuanto al coronavirus puede ser un episodio grave pero superable.

 

 



El poeta y el mal

 

La gripe española dejó huérfano de padre a Antonio Esteban Agüero.

 

La pequeña familia del poeta mayor de San Luis, residente en la Villa de Merlo, fue enlutada por una peste proveniente de Europa. Era el año 1919.

 

Este episodio es como si no hubiera ocurrido para la historiografía local. Quedó en la memoria familiar como un suceso trágico y privado. Pero lo cierto es que la temprana orfandad paternal de Antonio Esteban Agüero se debió a un virus que vino de lejos y ascendió hasta los Comechingones. Vaya uno a saber qué tipo de prevenciones habrán tenido los habitantes de Merlo ante la presencia de esta adversidad. El temor colectivo no viajaba, como ahora, con tanta velocidad.

 

En sus recuerdos de infancia y juventud, que Agüero tituló “La verde memoria o la educación de un poeta”, enumera sus ancestros venidos de España. Cuando evoca a su progenitor sanguíneo lo expresa así:

 

“Perdí a mi padre cuando apenas había alcanzado la edad de 2 años. Fue una de las víctimas de la epidemia de gripe española que asoló al mundo a poco de haber finalizado la Primera Guerra Mundial. Sin que nuestro país hubiese participado en ella y sin que su hombro hubiese sujetado el metálico peso del fusil asesino, mi padre cayó en plena juventud…”.

 

Cabe suponer que aquella fiebre tan letal, nacida en las lejanías europeas, se llevó a varios compueblinos del padre de nuestro poeta.

 

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