El médico que no quería que su hija lo imitara, pero le dejó una vocación innegable

María del Valle “Uki” Chada se convirtió en médica como su padre, Jorge Chada. No lo decidió desde niña, no fue algo que soñó frente al espejo. Fue, más bien, una elección silenciosa, construida entre llamados nocturnos, guardapolvos gastados y el ejemplo de alguien que vivió para los demás. Alguien que, paradójicamente, intentó por todos los medios que sus hijas no siguieran sus pasos.

“Siempre supe que mi papá no quería que sus hijas fueran médicas”, confiesa Uki con la voz quebrada por el recuerdo. “Creo que me quería evitar la angustia que muchas veces los médicos vivimos: no tener fines de semana, no poder dormir tranquilo, sobresaltarte pensando en qué no hiciste o qué te faltó. Él era muy obsesivo con su trabajo y creo que yo soy muy parecida a él”.

Su infancia transcurrió en un barrio de San Luis, entre juegos en la vereda, bicicletas y una casa pegada al consultorio de su padre. “Mi papá iba y venía del consultorio. Nos controlaba, nos preguntaba ‘¿están estudiando?’… Siempre esa era la pregunta para apagar la tele. Estudien, estudien. Ese era el mandato desde siempre”, recuerda.

En esa imagen de infancia hay una constante: el guardapolvo blanco. “Lo tengo grabado así: con el guardapolvo, el estetoscopio al cuello y alpargatas. Iba a hacer las compras, al hospital, a todos lados vestido igual. Hasta a mi comunión llegó así. Era él. Siempre igual”.

Pero ese universo de vocación y entrega no se tradujo automáticamente en un deseo de imitación. Durante años, Uki sostuvo que sería abogada. Hasta que, a fines del secundario, su madre le dijo algo que la marcaría: “‘Vos vas a ser médica’, me dijo mi mamá. Porque ella había visto lo que yo no podía decir: que sí quería ser médica. Que lo llevaba dentro, aunque lo negara”.

Fue el comienzo de una decisión que la fue acercando, casi sin quererlo, al camino de su padre. Con el tiempo, también se fue dando la complicidad entre colegas. “Siempre lo admiré. Siempre quise ser como él. Me temblaba el cuerpo por estar con él, por aprender de él. Él venía de la medicina del viejo Hospital de Clínicas, hacía diagnóstico sin depender de aparatos. Yo quería heredar eso, sus ojos clínicos”.

Los recuerdos se agolpan. Los domicilios a la medianoche con toda la familia en el auto. La rigidez en el carácter, el compromiso inquebrantable. “Se olvidó de vivir, como dice Julio Iglesias. Vivió siempre para sus pacientes y para nosotros. No fue ostentoso, jamás salió del país, pero era un tipo muy querido. A los que no podían pagarles, les aceptaba una docena de huevos, un chivo. Era así”.

Ahora que su padre ya no está, Uki confiesa que todo adquiere otra dimensión. “Yo no quería que mis hijos fueran médicos. Quise evitarles lo mismo que mi papá me quiso evitar a mí. Pero si lo eligen es porque, de algún modo, les mostraste también lo lindo. Porque entendieron la letra chica del oficio”.

Y ahí está, tal vez, el verdadero legado: no imponer, sino transmitir. No heredar una profesión, sino un modo de vivirla. Con sensibilidad, con entrega, con dolor. Y con amor.

“Mi papá siempre decía que el paciente es una confianza entregada a una conciencia. Esa frase me la repito cada día”.