La triste historia de un hombre de sangre caliente que se murió de frío
Fabio Mendoza falleció en la calle, donde vivía desde que salió de la cárcel. La vida de un hombre que pasó gran parte de su tiempo afuera del sistema.
En ninguno de los lugares por donde estuvo, Fabio Mendoza pasó desapercibido. En su barrio de la infancia; en la cárcel, donde pasó buena parte de su vida; o en la calle, donde terminó tristemente afectado por la hipotermia y el abandono, el hombre siempre tuvo una postura de líder, que se fue deteriorando a medida que pasaron los años. Su final tampoco podría ser fantasmal: el sábado lo encontraron, literalmente muerto de frío, en los ventanales del Correo Argentino, el granítico aposento que había encontrado para sus noches desoladas.
Desde muy chico, la vida de Fabio estuvo rodeada por la marginalidad, la delincuencia y el consumo de drogas. Sin embargo, Mendoza nunca fue en su juventud un pendenciero perdido, sino más bien un joven marcado por un destino atroz y, fundamentalmente, por la Policía que, a principios del siglo, lo tenía permanentemente en su radar.
El 11 de septiembre de 2001, en el preciso momento en que volaron las Torres Gemelas en Nueva York, Mendoza estaba siendo juzgado por una serie de robos ocurridos, mayoritariamente, en los barrios de la periferia de San Luis. Su abogado defensor tuvo en el alegato una frase que, aunque exagerada, bien podría describir la persecución de la que Mendoza fue parte durante su vida: “Lo único que falta es que lo acusen a mi defendido del atentado”.
Por ese entonces, Fabio era un apuesto adulto que se vestía muy bien para las audiencias, se afeitaba, se peinaba y generaba la sorpresa de algunas funcionarias judiciales que quedaban impactadas ante la llegada a Tribunales del imputado, siempre fuertemente custodiado.
Cuando recibió aquella condena, Mendoza ya tenía una vida penitenciaria asentada y reiterativa. Cada uno que le preguntaba por su oficio recibía una respuesta de Fabio tan certera como amistosa: “Soy carpintero, como Jesús”.
Efectivamente, el hombre había conseguido montar un taller de carpintería que tuvo que desarmar cuando cayó preso, siempre con la idea de retomar su oficio en libertad. Pero cuando salió se encontró quebrado económicamente y, peor aún, porque es más difícil de recuperar, emocionalmente.
En prisión, Mendoza asistía a todas las actividades que le permitían. Más que por el taller de carpintería, se interesó por el de Literatura, dictado por Fernando de Vargas y titulado “El Quijote”, una figura con la que Fabio se sintió inmediatamente identificado. “Leía mucho y siguió leyendo una vez que terminó el taller, de leyes, de literatura”, dijo el profesor.
De Vargas se reencontró con su alumno algunos años después, cuando Fabio ya estaba en la calle y dormía en la plaza o en el edificio del Correo Argentino. Cada tanto, le compraba algo de comida o volvían a las charlas literarias que habían tenido en la cárcel.
Padre de un hijo e hincha fanático de Estudiantes porque se crió en las inmediaciones del estadio, la salida de la cárcel no fue la solucion para Mendoza, sino más bien la continuidad del problema. Quienes lo conocieron aseguran que nunca quiso molestar a su familia con el peso que podría significar tener a un ex convicto, probablemente sin trabajo bajo el mismo techo. Así, se fue quedando sin nada.
Hace poco menos de un año, Mendoza se convirtió en viral gracias a un video que subió el tiktoker Pablo Espósito en el que el callejero recibe algo de comida y explica las razones de su situación. “Yo estaba en el plan de Inclusión Social, trabajaba ahí; pero como todo es político me corrieron, me dejaron sin trabajo”, contó.
En la indigencia, el hombre continuó con su pasta de líder. Se acercó a alguna de las agrupaciones que organizan ollas populares y, según dijeron sus integrantes, siempre se preocupaba porque los otros tuvieran un plato de comida en la repartija.
A diferencia de sus años anteriores, cuando vivió siempre en los márgenes, Mendoza eligió, tal vez inconscientemente, que sus últimos años, sus años de libertad, pasaran en el centro mismo de la ciudad, entre la plaza Pringles y el edificio del Correo. Para que las miles de personas que pasan a diario por allí lo vean. Los ciegos de siempre, los que nunca ven nada, fueron los únicos que no advirtieron su presencia.


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