19°SAN LUIS - Viernes 19 de Abril de 2024

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Lo suficiente

Rosa llegó porque tenía una gran preocupación por su hija. Su hija grande, de 40 años.

 

Me contó que nada le salía bien a esta hija. Ni la pareja, ni el trabajo, ni la vida. Que siempre estaba deprimida y al borde. Que le costaba vivir.

 

Me pregunto qué carga una persona cuando la vida le cuesta. Porque a la mayoría nos cuesta algo en particular, pero decir vivir, es mucho. A esa persona le cuesta todo desde el momento en que nació. Esta pregunta me lleva a la siguiente: ¿qué pasó antes de la vida? Antes de la vida de esta mujer, de esta hija.

 

Entonces, le pido a Rosa que me cuente su historia. Y su historia resulta previsible, común. Se casó joven, tuvo dos hijos, enviudó de su marido cuando ya era grande. Tiene nietos. Algunas amigas. Alguna vez trabajó.

 

Cuando un paciente se presenta así, ya sé que algo mayor, algo grande me espera. Porque el dolor pequeño es obvio y forma parte del discurso inmediato. Pero el gran dolor, ese no aflora así nomás. Ese gran dolor se cuela de alguna manera en la mirada, en la posición del cuerpo, en la necesidad de descansar. Rosa hablaba pausada y no estaba ansiosa por contar ni por solucionar. Y eso siempre es un gran dato para mí. Porque lo profundo no tiene prisa.

 

Rosa nació en un pueblo pequeño en el campo. Su mamá era “muy mala”, la golpeaba mucho. El padre también. Una vez, ella se asomó por la puerta a mirar a un grupo de varones y la madre le pegó con un rebenque en la cabeza; le tuvieron que dar puntos.

 

El padre se dedicaba a la política, era gremialista, y su vecino, un hombre de la misma edad, participaba de las reuniones en la casa de Rosa. Este vecino llamado Pedro tuvo un romance con Rosa, cuando ella tenía solo 16 años. Rosa se enamoró de él y quedo embarazada. Se encontraban a la hora de la siesta, cuando los padres trabajaban en el campo, y muchas veces Rosa iba a la casa de él con alguna excusa. Dado que era amigo íntimo del padre, nunca desconfiaron de él. Pedro era un señor grande, de 44 años.

 

El embarazo lo descubrió cuando ya tenía algo de panza y se fajaba para ir a la escuela. Los padres nunca notaron el embarazo de Rosa. En este punto, ya sabemos que no hace falta decir para mirar y que todo secreto tiene, por lo menos, dos ojos testigos.

 

Rosa me cuenta que esa noche, ya con un embarazo avanzado, inician las contracciones. Sale por la ventana de su habitación corriendo al río y pare a su hijo allí mismo. Confusa y apurada, tira el bebé al río y ve de lejos cómo la corriente lo lleva, por siempre, para siempre.

 

Vuelve a su casa y, al otro día, temprano, va a la escuela.

 

Los padres nunca se enteraron. El vecino tampoco. Su actual marido nunca lo supo. Rosa lo contó por primera vez, intuyo por única vez, en medio de esta entrevista para ser constelada.

 

Los órdenes de la ayuda son los más difíciles de aplicar y nos presionan un poco con las preguntas internas del tipo: ¿qué hago? ¿qué constelo? ¿qué represento? Algo en mi corazón me decía que no había que hacer ningún movimiento. Que el movimiento ya estaba dado.

 

Esa confesión movía 64 años de secreto, amor y dolor. Era suficiente.

 

Solo dijo, Rosa: Mi querido hijo…

 

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