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Gitanos, una colectividad en plena integración

Por redacción
| 04 de septiembre de 2016
Es fácil identificar a las gitanas por sus largos vestidos. Ya casi no recurren al ofrecimiento de adivinar la suerte. Foto: Archivo.

Cien mil, ciento veinte mil pesos. Eso le cuesta a un gitano elegir a una chica de la colectividad para formar pareja, cuenta Diego Caldera. Si la mujer ha estado casada, vale menos. Más o menos la mitad. “Es como un vehículo usado”, compara en broma y se ríe. Seguro la humorada no les hace gracia a las defensoras de la dignidad de la mujer.
Pagar la dote es una de las pocas tradiciones que quedan en el pueblo gitano, dice. Otras son que las mujeres usen largas polleras de gasa, que se pongan un pañuelo en el pelo cuando están casadas, hablar su idioma cuando están entre ellos y comer un par de comidas típicas, como el cerdo frito o una especie de niños envueltos en hojas de repollo, hechos de cerdo picado.
Por lo demás, según algunos gitanos con los que habló El Diario, el noventa o el noventa y cinco por ciento de ellos ya están “acriollados”. Se han asimilado a las costumbres de los criollos, como llaman al resto de la población.
En San Luis, la mayoría ha elegido el sedentarismo. Cambiaron carpas por casas bien construidas, pulcras, con pisos de cerámico y todas las comodidades. Viviendas en las que ya no tiran los colchones en el piso, como sus ancestros: ahora duermen en camas, cuenta Gustavo Caldera, un gitano que tiene cinco hijos y vive, como casi todos, de la venta de autos.
“Se está perdiendo casi todo, estamos muy incluidos como criollos”, asegura.

 

"Ahora hay muchas gitanas que se juntan con criollos. Antes, eso era impensable"


Tomar té con frutas es un hábito tradicional que conservan. “Con limón, manzana. Se le pone en el vaso la fruta, se corta una rodajita, y después en la pava se le agrega canela y clavitos de olor. Esas son cosas tradicionales nuestras, que todavía no se pierden, hasta ahora”, suma Gustavo, afincado con parientes cercanos, como su hermano Osmar, en un par de casas en Riobamba y Las Heras.
“Gracias a Dios, yo desde que nací me crié en casa y siempre vivimos bien, nunca tuvimos necesidades”, asegura Diego.
Gustavo tampoco vivió en carpa. “Mi papá sí, cuando era muy joven, cuando vivía en Salta. La abuela nuestra era criolla, por eso tenemos ideas distintas a las del gitano gitano”, afirma.
A los viejos de la colectividad “no les molesta que vivamos en casas y durmamos en camas, porque el noventa por ciento está modernizado.
Viven todos muy bien. Quedará un cinco o diez por ciento que no sé por qué lo hará, porque por ahí económicamente lo pueden hacer. Es más, ya ni viajan tanto, están radicados en un domicilio”.
Algunos siguen en carpas porque no pueden construir una casa. Pero otros lo hacen por tradición, cree Gustavo. “Algunos no se aguantan estar en una casa, porque se quedarían mucho tiempo y están acostumbrados a viajar, ir de un lado para el otro”.

 


La escuela no los atrae
A los gitanos, se percibe, no les interesa la intromisión del Estado en sus asuntos de familia, en su manera de criar a los hijos. Difícilmente un chico de la colectividad pase de la escuela primaria. Aunque, en San Luis, en un par de casos, fueron a la secundaria.
“Lo dejamos a criterio de ellos. Tampoco que anden en la calle de vagos. Pero lo dejamos a criterio de ellos”, certifica Gustavo. “Si deja la escuela, el varón tiene que laburar. En el caso de la mujer, no, porque está en la casa”.
“Es decisión de uno no ir más a la escuela ¿Sabés qué pasa? nosotros, con saber leer y escribir, demasiado. Nosotros estudiar para abogado, arquitecto, esas cosas no, no es algo que te interese. Entonces ¿para qué? Nosotros con saber hacer un boleto, lo esencial. Tampoco no saber nada, pero mientras sepas leer y escribir…”, razona Diego, que, por si hiciera falta decirlo, vende vehículos en la avenida Centenario.
“Sinceramente, nosotros no tenemos mucho estudio, más de leer y escribir, yo hice la primaria, pero.... Los viejos de antes no sabían ni leer ni escribir, porque no fueron nunca a la escuela. Y uno hace negocios con abogados, con jueces, toda clase de gente ¿me entendés? Si le tenés que vender le vas a vender y le vas a sacar una ganancia. Entonces quiere decir que tenés una habilidad”, afirma, con orgullo, cuando el periodista le pregunta si tienen una inclinación innata hacia los negocios. 
“Vos fijate ellos (vuelve a sus antepasados) no sabían nada, pero si tenían que sacarte una diferencia o tirarte un número, ahí nomás te lo tiraban. Sin saber nada, eh. Los niños, ya a los 10, 11 años, venden”, resalta. Y hay que creerle. Si uno se acerca a un gitanito que recién se apronta para entrar en la pubertad y le habla de comprar o vender un auto, en seguida el precoz negociador quiere redondear una transacción.
“Yo, de los 12, 13 años que ando con mi viejo. A los 13, 14 años, manejaba, me iba de viaje, no tenía problemas, si tenía que ir a vender, iba y vendía”.
En la escuela notan el escaso interés de algunos padres gitanos por fomentar la educación formal de sus hijos. Cuando no van a los actos, cuando los chicos no llevan las tareas o los materiales que les piden. Y los han tenido que presionar para que les hicieran el DNI a los hijos.
Igual, hay casos en los que se nota más compromiso con la escolaridad de su prole, aunque después esos chicos tomen la variante elegida por la mayoría de no seguir estudiando, le contó a El Diario una docente que durante dos décadas, casi todos los años, ha tenido alumnos de la comunidad gitana.
Dice que “las nenas no pasan de 2º o 3º grado”. Algunas, a la vuelta de los años, se han inscripto en el plan PIE para retomar la escuela.
“Hay chicos –cuenta Gustavo Caldera– que hacen hasta la secundaria, pero para muchos es como que les alcanzara con la primaria. Tengo una hija de 20 años que hace poco dejó la escuela, pero por decisión propia, no porque uno no la deje” seguir.

 

Gitano puntano. Diego vive  y vende autos en avenida Centenario.


No les interesa que las gitanas sigan una carrera porque, según su forma de ver las cosas, la mujer está destinada al hogar, a las tareas domésticas y a la crianza de los hijos. “No les hace falta trabajar (fuera) porque no les falta nada”, afirma Diego. Ellas nunca intervienen en los negocios, “eso es cosa de hombres”.
Ellos no admiten que eso sea machismo, sino, dicen, tradición. “Antes eran más machistas, pero ahora no, mandan más las mujeres”, dice. Y se ríe.
Lo mismo asegura Gustavo. Y también sonríe por lo mismo.
Hay algo en lo que se nota una diferencia de derechos entre gitanos y gitanas. Durante años, ellos no sufrieron reproches si se casaban con una criolla, pero ellas casi tenían prohibido formar pareja con un criollo. 
Entre las tradiciones perdidas, dicen los Caldera, hay que anotar esa prohibición. 
“No, las chicas gitanas no pueden casarse con un criollo. Bah, no es que no se pueda, pero no lo hacen, mayormente eligen a alguien de la familia gitana. No se puede, pero se han dado muchos casos”, asegura Gustavo.
Pasa, según él, que “no dura la relación, la chica vuelve a sus orígenes. Muy pocos casos se han dado de que una gitana se quede con un criollo”. “Al revés sí se han dado más casos, pero no es que tengamos más libertad, es como si la mujer se adaptara más a lo nuestro que la gitana al criollo”.
“Antes se daba más eso de que uno decía ‘nosotros nos podemos casar con las criollas y las mujeres gitanas con los criollos no’, ahora ya no. Tengo  familiares en Salta que están todas juntadas con criollos”, asegura Diego.
Revela un dato cercano a él. “Mi hermana tiene novio criollo y todos lo saben, mi vieja sabe, mi viejo sabe. Obvio, no lo trae (a la casa, como novio). Viene el vago, se junta a comer asado con nosotros, ahora es algo más normal”.
Antes eso no pasaba. “Si sabían, olvidate, era un quilombón de la p… madre”.
Aunque los tiempos han cambiado, Diego calcula que si su hermana se decide a blanquear el noviazgo, sus padres “capaz que se van a enojar un tiempito, pero después ya no”, porque “no es como antes”.
Y cita otro caso para justificar su afirmación de que ahora soplan vientos de cambio. “Mi prima se fue con un vago, porque estaba embarazada. No vino cuatro o cinco meses a la casa, pero ahora está viviendo hasta el yerno con ellos, porque perdió el laburo. Mi tío tiene una casa de dos pisos y él está viviendo arriba, mirá hasta lo que le aceptaron después de todo”. 
El criollo que logre sortear el precepto y ser aceptado en la familia gitana tendrá que correr con la dote. Gustavo minimiza la vigencia de esa tradición: “Se usa muy poco ahora eso. Generalmente lo hacen por tradición, no por otra cosa. Se hace porque se tiene que hacer, pero si no hicieran la dote, daría lo mismo. ¿Cuánto se paga? Es muy poco, ya está medio sacado de costumbres. Ahora el pensamiento es distinto, es mejor. Se casan igual. Antes, por ahí si no tenías para pagar la dote, era difícil, pero ahora ya no, o lo ayuda el padre de la chica al novio”.

 


Celosos de su intimidad
Los Caldera son acaso el ejemplo más claro de la integración de los gitanos con el resto de la población. Pero en San Luis hay otras familias que, por elección o por imposibilidad –o por ambos motivos mezclados– todavía viven en carpas.
En la capital, una está asentada en un campamento que armó en un baldío de la avenida Franco Pastore (la continuación de Sucre hacia el norte) y Elpidio González, al sur del barrio Jardín San Luis. Cada tanto, levantan algunas de las carpas y se van, pero otras permanecen.
“No puedo ahora, voy a la farmacia porque tengo a mi hijo enfermo”, contesta una gitana, en lo que parece ser una excusa amable para no darle lugar al intento del periodista de conocer sobre sus hábitos, sus tradiciones, su forma de ganarse la vida. “Ahora me voy al hospital, porque tengo una prima enferma”, dice otra. “Y, en carpa ¡¿cómo vamos a vivir?!”, le contesta el gitano, sin salir del toldo, cuando ella le dice que los reporteros han ido a ver cómo viven. 
“Venga otro día. Darío, el jefe de la familia, está de viaje”, contestan en otra visita. Señales todas de que no les interesa que alguien husmeé en sus vidas. “Mi papá no está, él es el que sabe” de las historias y tradiciones de su pueblo, dice un hijo de Darío en un tercer intento de El Diario por hablar con ellos.
Entreabre la puerta del auto en el que habla por celular, resguardado del Chorrillero, intenso a esa hora, y un poco a regañadientes contesta que ese terreno donde están asentados es suyo. Y que viven en carpas por tradición, no porque no puedan levantar una pared y un techo.
Un par de antenas de televisión satelital asentadas sobre la gramilla los conecta con esa cultura de los criollos a la que, por otra parte, parecen no querer integrarse.
“Comemos lo mismo que ustedes, tomamos mate como ustedes, somos seres humanos también”, contesta una gitana de una familia que se asentó en la avenida Justo Daract, unos metros al norte del cruce con Arancibia Rodríguez, frente al barrio Amep. Ellos ya viven en casas y han levantado un local de venta de automotores. Y también se notan reacios a abrir las puertas de sus costumbres y tradiciones.
Tal vez tenga que ver con que les incomoda la mirada del otro. Recelan porque otros recelan de ellos, porque son distintos, o porque antes proliferaban las historias de gitanos que timaron a alguien, con un auto o con cualquier otra cosa. Hasta con el billete que una gitana le birló a alguien con la oferta: “Vení, bonito, dejame que te adivine la suerte”.
Diego Caldera dice que “se ha terminando bastante eso de que la gitana ande adivinando la suerte en la calle, antes lo hacían todas. Pero hoy en día ya no se ve”.
Antes lo hacían porque “los gitanos vivían en carpa y no tenían muchos recursos. Pero no es que les sacaban la plata, si vos se la querés dar…”, justifica y se ríe, porque sabe que muchos incautos caían en esos envites.
Él no se sintió discriminado en la escuela. “Pero a veces vas con tu mujer al shopping y la ven de gitana y están mirando, se dan vuelta y murmuran. Esas son las cosas que por ahí más me...”, dice. Cuenta que no vive pendiente de eso, pero a veces es imposible no percibirlo.
“¿Sabés qué pasa? Que todavía quedan gitanos que andan en carpa, que andan vendiendo, venden y se van. Y la gente por ahí les tiene desconfianza”.
Los Caldera, afianzados en San Luis, ya se han hecho un nombre como vendedores de autos establecidos de manera definitiva en la provincia. “Acá viene la gente y si no tenemos los papeles del vehículo en el momento, se lo lleva igual, porque saben cómo trabajamos”, dice Diego.
También se solía ver a las gitanas o a sus hijos vender hilos, agujas y otros adminículos. Ya no es común verlas. En Villa Mercedes, una gitana vende DVDs en la terminal de ómnibus. El Diario golpeó la puerta de su casa. Pero contestó que tenía a su esposo enfermo y cerró la puerta. 
La familia que vive en carpas en la ruta 8, cerca de “El Cruce”, en Villa Mercedes, también fue tajante. No le interesa exhibir su forma de vida en una nota.
“Aquel que está en las carpas sería un gitano más profundo. Nosotros ya estamos más acriollados. Tenemos amigos criollos”, dice Gustavo.
Los cambios de hábito han abierto brechas en la comunidad. Los negocios también, reconoce alguno. Hay lazos que no se cortan. “Con los de las carpas somos todos parientes, no parientes directos, pero somos de la colectividad gitana, por ahí nos vemos, cuando hay alguna fiesta y se los invita a todos, nos juntamos”, dice Gustavo.
Pero los cambios que llegaron con el tiempo también alteraron esos vínculos. “Antes escuchabas que le pasaba algo a un gitano y había doscientas mil personas ahí, en el hospital, donde fuera. Y hoy en día se ha separado mucho la familia por la plata, por esto”, afirma Diego y alude al negocio con un gesto de la cabeza.
“Ahora por cualquier cosa se pelean y no se hablan. Estamos igual que ustedes y antes no era así, éramos muy unidos”, se lamenta.

 


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