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Una dermis roída

El médico cordobés Eduardo Sosa ayudó a curar a los enfermos luego de la explosión del reactor  nuclear en Chernóbil y se pregunta cómo se sana a una sociedad con el cáncer del ocultamiento. Para él, la única solución es a través de la ayuda humanitaria. 

Por Astrid Moreno
| 25 de abril de 2022

Eduardo Sosa lleva el dolor de la tragedia en la piel. Al igual que el órgano más grande del cuerpo humano, su función pareciera ser la de proteger. Lo hace a través de la labor que realiza como médico gastroenterólogo y de una misión mayor, que según su concepción religiosa de la vida, nace de una voluntad divina: la de ayudar. Como una descarga eléctrica que se expande por las fibras sensibles y porosas de su dermis, el mismo sentimiento guía a su familia. 

 

Eduardo trató una innumerable cantidad de casos de cáncer de piel, una experiencia que marcó su cuerpo. Algunas de esas heridas fueron tratadas; otras, le dolerán siempre. 

 

 

 

El médico dejó Argentina hace 30 años, pero cuando habla todavía es perceptible la cercanía y calidez de la tonada cordobesa. Sin embargo, los sentimientos agradables finalizan ahí. Con una entonación generalmente asociada al humor, el médico narra las secuelas de dos de los hechos más tristes de la historia mundial. Uno de ellos aún lo siente en la piel, el otro moviliza cada parte de su cuerpo a actuar. Uno es el accidente nuclear más grande de la historia; el otro, el mayor ataque militar convencional en suelo europeo desde las guerras yugoslavas con la más grande crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial.

 

“Todos dicen que volverán, pero nunca lo hacen”, le dijo una amiga traductora a Eduardo y su familia cuando la cruzaron en un viaje a Kémerovo, una ciudad ubicada al sur de Rusia. La mujer hacía referencia a los médicos y voluntarios que asistían en la catástrofe sanitaria tras la explosión del reactor nuclear en la planta de Chernóbil. Luego, “un cristiano” les comentó que en donde más necesitaban ayuda era a 17 kilómetros del epicentro, en Bielorrusia.

 

Eduardo, su esposa Edith y los tres hijos del matrimonio, Sebastián, Federico y Ximena, en ese entonces adolescentes, decidieron dejar su vida en Córdoba. En 1992 se instalaron en Minsk, la capital de Bielorrusia. La familia acortó los 13 mil kilómetros que los separaban de la central con una sola misión, la humanitaria. 

 

 

 

“Se nos ocurrió hacer una ONG en Bielorrusia, los dos primeros años fueron dedicados enteramente a la zona de Chernóbil, a ver a los chicos en los hospitales e ir a la frontera con Ucrania. Se transformó en nuestra rutina”, contó Eduardo en una entrevista con Cooltura que respondió mientras finalizaba los últimos preparativos para emprender su nueva misión humanitaria, esta vez a la frontera entre Polonia y Ucrania, el sitio más caliente del mundo por estos momentos. 

 

Eran las dos de la mañana en España, donde reside actualmente, Esther dormía pero él aún estaba frente a la computadora enviando mails, fijando presupuestos y recordando cómo cuando ellos trataban niños con leucemia y cáncer de piel, el gobierno ruso negaba las dimensiones del accidente nuclear. Algo “más importante” ocupaba sus recursos. 

 

“Los rusos negaban totalmente lo sucedido en Chernóbil. El mundo se dividía en dos gigantes, Rusia y Estados Unidos. No existía nada más y todo giraba en torno a ellos. En agosto del 93, el gobierno oficialmente asumió lo sucedido; en paralelo Bielorrusia estaba irradiada a causa de la nube radioactiva”, recordó.

 

Bielorrusia fue el segundo país con mayor área de territorio contaminado a causa de la explosión, el primero era, obviamente, Rusia. Sin embargo, en cuestiones de proporciones, representó el 1,1 por ciento de su superficie y en el vecino solo el 0,002 por ciento. Cuando la familia Sosa se instaló en el país, los enfermos ascendían a tres millones y la ayuda y los recursos escaseaban.

 

Eduardo no solo atendía a los enfermos, sino que, a través de amigos en Europa, compraba endoscopios, los instalaba en los hospitales bielorrusos y les enseñaba a los médicos locales a usarlos. Además, cruzaba a Alemania en busca de medicamentos para atender gastritis y úlceras. 

 

A la familia Sosa, porque los hijos del matrimonio asistían a su padre mientras atendía, le costó mucho ganarse la confianza de los bielorrusos. No solo tenían prohibido entrar a los hospitales, sino que eran discriminados por su condición de latinos. Pero gracias a la calidez cordobesa lograron hacerse lugar en las instalaciones sanitarias locales. 

 

 

"A algunos niños el cáncer de piel les había comido la musculatura. Con mi familia vivimos Chernóbil en carne propia"

 

 

“Rusia hizo una cultura del ocultamiento y tenía escondidos a los enfermos. La gente me preguntaba si podía ser así, y sí, era todo arcaico. En una ocasión, uno de mis hijos se enfermó de una apendicitis y había que hacerle un enema. El enema era una goma de coche. El mejor regalo que podías hacer era llevar anestesia para cuando te tenían que sacar una muela”, recordó.

 

Los casos más tristes que trató Eduardo incluían a niños con cáncer de riñón, piel, tiroides o huesos, tumores de intestino y leucemia. “A algunos niños el cáncer de piel les había comido toda la musculatura y los huesos”, relató. La familia les daba medicamentos y los atendían, a los casos más complejos los trasladaban a Estados Unidos; a los peores, los terminales, les ofrecían su compañía. 

 

En 1997 los Sosa se fueron de Bielorrusia, pero Chernóbil nunca los dejó a ellos. Doce años después, a Federico le diagnosticaron poliposis múltiple. El joven, quien tenía 12 años cuando se mudaron a Europa Oriental, falleció en 2012. 

 

“Nunca se quejó por haber ido y tampoco se arrepintió”, aseguró diez años después de la muerte de su hijo, Eduardo, quien fue operado por tumores de duodeno y musculares. Edith padeció cáncer de piel en el 2000 y Ximena fue intervenida por un cáncer de tiroides. 

 

“Nosotros vivimos Chernóbil en carne propia”, afirmó el médico quien no se arrepiente de haber viajado a Bielorrusia e incluso dijo que volvería a hacerlo. 

 

 

Otra lucha, mismo problema
El 8 de diciembre de 1991 los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia firmaron el Acuerdo de Belavezh. El tratado declaró la disolución oficial de la Unión Soviética y la independencia de los estados. Pero ¿se llevó a cabo en la realidad? Varias calles aún conservan los nombres de figuras soviéticas y las estatuas de Stalin y Lenin siguen en pie. 

 

“El bielorruso dice que es ruso. Es un país que asegura que es de la Federación Rusa y que no hay fronteras, uno puede entrar y salir sin problemas. La gente apoya al gobierno ruso porque les mienten, es un país que nunca dijo la verdad. En Ucrania no pasa lo mismo”, remarcó el médico.

 

Según Eduardo, las ciudades principales de los tres países son fantásticas, modernas y bellas; en el interior la situación es totalmente distinta. Los servicios esenciales no llegan a los pueblos y parecen haberse quedado en la época de la URSS.

 

“El cambio es muy chocante, cuando nosotros llegamos había dos tipos de quesos en toda la Unión Soviética. Conocí ucranianos que me contaron que gracias a la revolución comunista tuvieron calefacción y agua caliente. No se puede negar que el comunismo fue una respuesta a una crisis que tuvieron, pero tampoco que son pueblos muy sufridos y con un nacionalismo basado en la mentira y el ocultamiento”, analizó.

 

Hace dos semanas Eduardo se embarcó en una nueva misión humanitaria. El médico se instaló en un centro de refugiados en la frontera de Polonia y Ucrania. Junto con unos amigos esperan a los refugiados con comida y luego los trasladan en colectivos a centros de acogida donde, en no más de cinco días, son reubicados. 

 

 

 

Para el cordobés estar en la frontera es una de las experiencias más tristes. Ver cómo padres y madres se despiden de sus hijos para volver a luchar es una de las imágenes que más lo conmueven. Eduardo y Edith acogieron a varios refugiados en España que luego son distribuidos en distintos países de Europa y Estados Unidos para evitar su conglomerado en Polonia.

 

“Los hombres no salen, lloran desconsoladamente porque se separan y tienen que volver. Los niños pasan con sus abuelos. Es común encontrar eso, también historias de violaciones y raptos. Es muy triste la situación”, relató el hombre que siente la tragedia ajena a flor de piel.
 

 

 

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